Cada faena confirmaba con gallardía su final, y dejaba siempre un cúmulo de emociones encapsuladas que sugerían una imperiosa necesidad de aislarse.

   Era un sentimiento incesante que aseveraba días muy alterados. Y allí iba una vez más a buscar la ansiada desconexión para no caer en una profunda fragilidad emocional.

   ¡Sí, desconectarse! Era la única manera. ¿Y por qué no? A veces resultaba sano hacerlo cuando la espiritualidad se tornaba vulnerable. Era una gentil aliada en el justo momento en el que comenzaba a extrañarse a sí misma, o cuando se ausentaba la energía en su interior, si el día era sofocante, se colaba la tristeza o algo dolía, o simplemente, cuando se perdía en un torbellino de ideas abrumadoras.

   Desconectarse para escucharse, para dedicarse un espacio de tiempo valioso o reencontrarse con su yo ausente… era necesario estar en la mejor compañía, la de ella, para retornar con una impecable majestuosidad, en palabras cortas, estar y sentirse nuevamente bien.

   Ya comenzaba a recorrer la ruta de siempre, absorta en sus pensamientos, la desconexión se manifestó rumbo a su destino diario. Sólo unos breves pasos y no hizo ni el menor aspaviento ante aquella sigilosa aparición que la invitaba a detenerse y admirarla. Entonces entendió, desconectarse para conectarse en otra frecuencia, eso resultaba aún más nutritivo para su alma necesitada de energía, y luz

   De esa manera, al final del día, se citaba en frente de un insospechado sortilegio dispuesta a capturar el radiante fenómeno que siempre llegaba ataviado con sus mejores colores.

Autora: Ana C. Rivero Foucault
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