En un rincón olvidado, flotaba un huevo gigante, blanco como la marmolina aporreada. Dentro, un niño o algo que se le parecía dormitaba en posición nada fetal; yo diría fecal. Su rostro extrañamente adulto: bigote poblado y cejas jurungadas con pinzas que podrían provocar comentarios de que tal vez sea raro o que sea el mismísimo Homero Adams, aquel excéntrico millonario obsesionado con Morticia y sus frases en francés. A su alrededor, curiosos. Figuras desdibujadas, con peinados anticuados, vestimenta de los años 50. Parecían (mejor no lo escribo) por su porte elegante y esa mirada mitómana que solo ellos saben lanzar.

De pronto, el huevo crujió. No nació un niño, ni una gallina. Emergió un reloj de bolsillo abierto, marcando las 12 en punto. Los mirones aplaudieron, felices. El tiempo, siempre el tiempo, había ganado otra vez.

¿Pero qué hora era?

Invito a mi bella amiga @vezo.